Victoria

Finalmente me dejó. Debo confesar que siempre fue una posibilidad. Siempre es una posibilidad que una relación se termine. Las personas vamos evolucionando, los deseos e inquietudes se van modificando y, a veces, debemos elegir un rumbo y dejar en el camino a quien nos venía acompañando. La decisión, en este caso, no surgió de mi. Yo hubiese seguido transitando por el mismo sendero quién sabe hasta cuándo. Pero no quiere decir que no lo esperara. En el fondo, sabía que este momento algún día iba a llegar. Y así fue.

Ni bien llegué a nuestra última cita pude percibir que algo pasaba. Su rostro reflejaba una inquietud no habitual. Antes de que pudiera decirle algo, suspiró y me comunicó su decisión. Siguió un silencio expectante. Enseguida sentí la necesidad de hacerle saber que estaba todo bien, que la vida es así, que no se preocupara por mi, que yo iba a estar bien y lo iba a superar como superé tantas otras situaciones. Y, si bien es cierto y creo en todo lo que le dije, no quiere decir que no duela.

Nuestra relación no fue demasiado larga. Un año no es mucho tiempo para mi. Pero fue muy profunda. Al menos yo sentí que había encontrado a la persona indicada. Y lo sigo sintiendo, aunque ya no nos veamos. Me cuesta creer que pueda tener una conexión tal con alguien más. Esa cuestión de piel imposible de explicar, que solo se siente. Me sentía cómoda con su manera de pensar, de expresarse, su manera de ver la vida, su sentido del humor. Y con eso me quedo. Con sus consejos, sus reflexiones, sus experiencias, su calidez. Y la certeza de que fue la mejor psicóloga que pude haber tenido. Al menos hasta el momento.


Esta situación me llevó a reflexionar sobre el fin de las cosas. A pensar en ciclos y a cuestionarme el concepto de eternidad. ¿Por qué las cosas se terminan? ¿Por qué nos duele el hecho de que todo concluya al fin, nada pueda escapar? ¿Cuántos anhelos estamos dispuestos a resignar con tal de evitar el dolor que nos genera el final? ¿Cuánto influye en este contexto el miedo a lo nuevo, a lo desconocido, al cambio? Y, por decantación, ¿existe el amor eterno?

Nunca estuve de acuerdo con la noción de destino. La idea de que algún ser superior haya escrito la historia de antemano como un manual de instrucciones a seguir no me seduce. Más bien considero que lo que distingue a los seres humanos es el libre albedrío, entendido como la habilidad de los individuos de tomar sus propias decisiones . Lo que de ninguna manera significa que tengamos libertad de hacer lo que querramos, claro está. Desde que nacemos estamos condicionados por el ambiente, los genes, el contexto. Pero adhiero a la visión rousseauniana de que el hombre es libre, incluso a su pesar, porque siempre está obligado a elegir entre dos o más opciones. Es libre incluso a su pesar: me encanta esta frase. Porque, muchas veces, es tan complicado elegir que desearíamos no tener esta posibilidad. Sobre todo si somos patológicamente indecisos. Hoy a la mañana fui a la panadería y tardé tanto en decidir si llevaba medialunas, scones o bizcochos que quien me atendía se puso a preparar un pedido a la papelera, mientras tanto. Lamentablemente para ella, mi hija heredó el gen de la indecisión extrema. Pobrecita. Ahora bien, si el dilema se resuelve sin dañar más que a la paciencia de una vendedora, padres o clientes que esperan que los atiendan, vaya y pase. El conflicto real surge cuando las decisiones son más profundas y las consecuencias de la opción que elijamos pueden cambiar el curso de las vidas nuestras y/o de los demás: qué carrera seguir, cambiar o no de trabajo, separarse de una pareja o continuar una relación, tener o no tener hijos, a qué candidato votar. 

¿Cuáles son los factores que se ponen en juego al momento de elegir? ¿Somos completamente libres cuando tomamos una decisión? Amigos, como suelo advertirles, éste no es un blog de respuestas. A lo sumo les ofrezco mi opinión, que debería ser leída como la de una libriana neurótica en constante búsqueda del equilibrio. Aclarado este punto, considero que nunca somos completamente libres. Esta falta de libertad no tiene que ver con una condición intrínseca del ser humano como especie (citando nuevamente a Rousseau, el hombre es "naturalmente libre") sino, a mi entender, con una característica del individuo como sujeto social. De manera que cada vez que tomamos una decisión están decidiendo también con nosotros: padres, hijos, parejas, billeteras, profesores, hermanos, jefes, amigos... A veces todos estos (y otros tantos) factores pueden coincidir y entonces la elección final no presenta demasiados conflictos para el sujeto en cuestión. Pero otras veces, ¡mamma mia! qué difícil se nos hace cargar todo ese equipaje. Lo fundamental, a mi entender, y por duro que se haga, es lograr que nuestra decisión final sea verdadera. Es decir, coherente con nuestros deseos, anhelos, pensamientos y sentimientos genuinos. Cuando esto se da sucede algo mágico. Bueno, el término "mágico" tal vez sea algo exagerado para quienes no sufren el indecisionismo crónico, ponele. Pero estoy convencida de que  todos coinciden en que es muy placentero aceptar que esa carrera no nos gustaba, ese trabajo no nos hacía felices y ese novio le gustaba más a nuestra madre que a nosotras. 

Tomar decisiones auténticas libera. Y, a veces, también puede percibirse como un triunfo aprobar la decisión del otro. Cuando ese novio nos dejó y, después de hacer el correspondiente duelo, of course, nos iluminamos pensando "¡qué suerte que se fue! resulta que la vida era más interesante sin su compañía, che". Tal vez algunos consideren que es un mecanismo de consuelo. Esta humilde servidora opina que es muy confortable reconocer que decidimos (nosotros y/o los otros) acertadamente. Y que, con cada elección, ganamos. Yo, les garantizo, ya gané: tengo psicóloga nueva, y su nombre es Victoria. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario