Victoria

Finalmente me dejó. Debo confesar que siempre fue una posibilidad. Siempre es una posibilidad que una relación se termine. Las personas vamos evolucionando, los deseos e inquietudes se van modificando y, a veces, debemos elegir un rumbo y dejar en el camino a quien nos venía acompañando. La decisión, en este caso, no surgió de mi. Yo hubiese seguido transitando por el mismo sendero quién sabe hasta cuándo. Pero no quiere decir que no lo esperara. En el fondo, sabía que este momento algún día iba a llegar. Y así fue.

Ni bien llegué a nuestra última cita pude percibir que algo pasaba. Su rostro reflejaba una inquietud no habitual. Antes de que pudiera decirle algo, suspiró y me comunicó su decisión. Siguió un silencio expectante. Enseguida sentí la necesidad de hacerle saber que estaba todo bien, que la vida es así, que no se preocupara por mi, que yo iba a estar bien y lo iba a superar como superé tantas otras situaciones. Y, si bien es cierto y creo en todo lo que le dije, no quiere decir que no duela.

Nuestra relación no fue demasiado larga. Un año no es mucho tiempo para mi. Pero fue muy profunda. Al menos yo sentí que había encontrado a la persona indicada. Y lo sigo sintiendo, aunque ya no nos veamos. Me cuesta creer que pueda tener una conexión tal con alguien más. Esa cuestión de piel imposible de explicar, que solo se siente. Me sentía cómoda con su manera de pensar, de expresarse, su manera de ver la vida, su sentido del humor. Y con eso me quedo. Con sus consejos, sus reflexiones, sus experiencias, su calidez. Y la certeza de que fue la mejor psicóloga que pude haber tenido. Al menos hasta el momento.


Hamaca paraguaya

Pensando sobre cuál podría ser el tema de mi próximo texto se me cruzaron varias ideas por la cabeza: la crianza con apego, el funcionamiento del matrimonio en la actualidad, el sistema carcelario en la sociedad occidental, entre otros temas que, por uno u otro motivo, no me encuentro cómoda para desarrollar en este momento. De pronto, la inspiración me llega como caída del cielo en forma de dos palabras: hamaca paraguaya. Ustedes pensarán que tengo alguna especie de fetiche con los trapos colgantes, o alguna anécdota interesante para relatar. Nada. Simplemente me iluminé. ¿Será ésta la Iluminación de la que habla la filosofía zen? En fin, un rapto de inspiración como el que me flechó no es fácil de ignorar, así que decidí sentarme a escribir sobre el tema que les presenté, sin tener ni la más pálida idea de hacia dónde me llevará, pero con la convicción de que se puede escribir una entrada de mil palabras sobre casi cualquier tema. Porque, en definitiva, se trata solo de eso: escribir para vivir.

Palabras más, palabras menos

Desde que tuve mi primer episodio de ansiedad (el "fundador", lo llamo) muchas cosas se trastocaron -nunca mejor utilizado el término- en mi vida.
Hace poco más de dos años mi hija tenía un bisabuelo y una bisabuela y yo a mis abuelos paternos. Hoy ya no me queda ninguno. En cambio, tengo dos perros y otros dos rescatados que ahora viven con sus familias. Perdí cierta estabilidad económica a cambio de ser mi propia jefa. Gané mucha, pero mucha, muchísima paciencia. Y perdí practicidad. Si, la puta madre, dejé de ser una chica práctica, y es lo que más me cuesta aceptar y lo que pretendo revertir. ¿Volver a ser la de antes? No, por supuesto. Primero, porque ya no soy chica y porque no es posible volver el tiempo atrás a menos que tengamos el DeLorean del Doc Emeth Brown en el garage. Segundo, ya no creo que sea siquiera deseable.