Palabras más, palabras menos

Desde que tuve mi primer episodio de ansiedad (el "fundador", lo llamo) muchas cosas se trastocaron -nunca mejor utilizado el término- en mi vida.
Hace poco más de dos años mi hija tenía un bisabuelo y una bisabuela y yo a mis abuelos paternos. Hoy ya no me queda ninguno. En cambio, tengo dos perros y otros dos rescatados que ahora viven con sus familias. Perdí cierta estabilidad económica a cambio de ser mi propia jefa. Gané mucha, pero mucha, muchísima paciencia. Y perdí practicidad. Si, la puta madre, dejé de ser una chica práctica, y es lo que más me cuesta aceptar y lo que pretendo revertir. ¿Volver a ser la de antes? No, por supuesto. Primero, porque ya no soy chica y porque no es posible volver el tiempo atrás a menos que tengamos el DeLorean del Doc Emeth Brown en el garage. Segundo, ya no creo que sea siquiera deseable.



El otro día me vino una imagen a la mente que grafica bastante bien, a mi entender, lo que se siente durante una crisis de ansiedad: se siente como cuando te subís a la butaca del conductor de un auto y no sabés manejar. Intentás controlar la máquina y te abruman los pensamientos: apretar el embrague, poner primera, acelerar, ir soltando de a poco el embrague... y el auto se te para. O se te va a la mierda. ¡La concha de la lora! ¡Arrancá! ¡Frená! ¡Pará con la bocina, che! ¡Ayuda! Así me siento yo cuando entro en crisis, como una principiante de manejo. La sensación física es similar a la de estar a punto de rendir un examen. El corazón late fuerte y se siente una opresión en el pecho. La garganta se cierra y la boca se seca. Y tu mente zigzaguea como un borracho que va cosiendo cordones, o, como la de Rapunzel cuando se escapa de la torre en la que su madrastra la tenía encerrada.  "Me va a ir bien", "Me va a ir como el orto", "No es tan grave", "Es lo peor que me pasó en la vida","Ya pasa", "Me cago encima". Imagínense que esto les pase bastante seguido. ¿Se lo imaginaron? ¿Comprenden mi necesidad de poner coto a esta experiencia? Pero como el conocimiento empírico se basa en la experiencia, en las percepciones, pretendo creer que todo este curtimiento me convertirá finalmente en una persona más sabia. ¿Será? Porque, en definitiva, la mayoría de nosotros aprendemos a manejar sin demasiadas dificultades (puede que mi primer auto no opine lo mismo, si pudiera opinar). Y la mayoría de nosotros, más tarde o más temprano, aprobamos las materias. Y qué bien se siente cuando promocionás un examen, o cuando sentís que podés dominar completamente a la máquina. Esa sensación de paz es la que quiero recobrar y volver permanente. Porque para alguien neuróticamente ansioso, que necesita tener absolutamente todo bajo control, sentir que su propio cuerpo y su propia mente se descontrolan es desconcertante.

Entonces empieza un derrotero que incluye a papá médico, Valium, renuncia, clonazepam, psiquiatra amigo de papá, paroxetina, canoterapia, yoga, reiki, gimnasio, psicoterapia, nicotina, alimentación saludable, terapia corporal, birra, sincericidios y otras yerbas. Si ustedes se cansan de solo leer imagínense cómo estaré yo con todo esto adentro. Pero tranquilos, mi salud está un kilo y dos pancitos. Y aunque pretendo que estoy loca, resulta que estoy más cuerda que nunca. Tengo algo así como un exceso de cordura y una necesidad imperiosa de buscarle explicación a todo. Pero como hay cosas que no tienen explicación, entonces deviene la angustia. En fin, no hay soluciones mágicas para las crisis. Lo que hay es un abanico de recursos. Y yo me propuse, para este año, aplicar el recurso de la escritura. La escritura catárquica, espontánea, no-productiva. La escritura porque sí, porque se me antoja. Sin pretensiones de genialidad, sin autoexigencias.

Escribir por placer. Porque las palabras son bellas. Y yo tengo debilidad por las esdrújulas. ¿Qué tiene de raro? A vos te gustan las morochas, a mi me pueden las esdrújulas. Decime "amniótico" al oído y te hago lo que quieras.
Las palabras no son buenas ni malas, en todo caso esa es una característica que debe aplicarse a quien las pronuncia. Porque, como se planteó Fontanarrosa en el Congreso de la Lengua en el año 2004, ¿qué actitud tiene que tener una palabra para ser mala? ¿pegarle a las otras palabras? (Por favor, escuchen toda la exposición de Fontanarrosa porque es imperdible) Y, en todo caso, si yo debiera calificar moralmente a las palabras, me inclinaría a decir que son todas buenas o, al menos, la mayoría de ellas. Porque las palabras, al ser pronunciadas, liberan. Y al liberar, de alguna manera, sanan. Si así no fuera, deberíamos buscarle otra profesión a los más de ochenta mil psicólogos que hay en nuestro país.
Tampoco creo que a las palabras se las lleve el viento. Ni que puedan entrar por un oído y salir por el otro sin dejar algún tipo de residuo, por decirlo de algún modo.
Por último (porque ya tengo ganas de ir terminando este post), y para que puedan juzgar por ustedes mismos si estoy colifata, las palabras, para mi, tienen colores -y para mi hermana también, cuestión que explicaría que mi chifladura podría tener algo que ver con la genética-. Cuando éramos niñas, con mi hermana jugábamos a decir los colores que tenían, por ejemplo, los días de la semana. La coincidencia equivalía al "Alcoyana, Alcoyana" de Berugo Carámbula. No recuerdo la paleta que le devolvía su imaginación, pero la mía era así: lunes es rojo; martes, amarillo; miércoles es lila; jueves, azul; viernes, celeste; sábado es marrón y domingo, negro. Si alguno de ustedes está interesado en profundizar, puedo desarrollar de manera medianamente coherente una teoría del color de las palabras y sus propiedades. Pero imagino que la mayoría de ustedes estará pensando: Andá querida, andá tranquila, que se te hace tarde para el psicólogo.
Hasta la próxima sesión.



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